Comencemos este capítulo con las abejas...

Capítulo 9: Una hija de pueblo

>> sábado, 11 de abril de 2009

Una hija de pueblo

En San Juan existían dos poderes: el del párroco y el del capo de los madereros ilegales. El primer poder, detentado por el padre Jerónimo desde hace más de 15 años sustentaba su liderazgo en las costumbres implantadas por los evangelizadores medio milenio atrás, ya que, para orgullo del pueblo, éste contaba con uno de los templos dominicos más antiguos no sólo del país, sino de todo el continente. El poder de la iglesia, en pleno siglo XXI seguía sin haberse menguado significativamente en los últimos trescientos años. La parroquia, a través de varias familias prestanombres era el mayor terrateniente de San Juan, empleaba a un cuarto de su población y, evidentemente, les volvía a quitar buena parte de sus salarios a través de limosnas, pagos de servicios doctrinales, las interminables restauraciones del templo que gracias a los sistemas de corrupción se cotizaban siempre con el doble de su costo real para que el cura y sus allegados pudieran gozar de algunas de esas comodidades que, sobra decirlo, ninguno de los demás habitantes de la aldea podía permitirse.

El poder del capo de los madereros ilegales sustentaba su poder en el hecho de que San Juan estaba enclavada en una rica zona forestal, una de las pocas en el país que todavía no habían sido explotadas hasta terminar con ellas, pero, al ritmo de la tala ilegal, esto ya no podía seguir así por mucho tiempo. El gobierno central en 1936 había establecido un parque nacional de 4669 hectáreas que comenzaba en la orilla misma de San Juan. Pero el gobierno central, al mismo tiempo no había hecho mucho más que mandar a unos cuantos guardias forestales que eran míseramente pagados y por lo tanto perfectamente corruptibles. Además, el capo estaba coludido con todo tipo de autoridades que se hacían de la vista gorda, facilitaban el transporte de la madera a los aserraderos, y se llevaban una buena tajada de los beneficios. El poder del capo era tolerado por la vasta mayoría de los habitantes de San Juan ya que más de la mitad de ellos sustentaban su economía directa o indirectamente en la explotación de los recursos forestales.

A pesar de que estos dos poderes habían funcionado paralelamente, y el capo maderero tradicionalmente era uno de los principales aliados del párroco, durante ya medio ciento de años, esto estaba a punto de cambiar y la culpable de este cambio era una muchacha llamada Melisa.

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Los orígenes familiares de Melisa eran imprecisos. Su abuela había servido de ama de llaves para el cura anterior y en una de esas había salido encinta. El hijo de ese embarazo era su padre y todo el pueblo presumía que el cura y su abuela eran amantes, aunque la abuela siempre había dicho que su hijo era producto de un romance pasajero que había tenido con un forastero que le había prometido sacarla del pueblo para casarse con ella. Aunque la abuela había trabajado durante toda su vida en la casa del párroco y este le había brindado una economía algo mejor que al resto de los habitantes del pueblo y el niño se había criado en la misma casa parroquial, había tenido atenciones especiales del párroco en cuanto a su educación y era uno de los pocos habitantes del pueblo que había terminado la escuela media superior, a la hora de casarse se había encontrado que todas las muchachas casaderas del pueblo le habían dado con la puerta en las narices. El papá de Melisa, a la antigua usanza, había ido a explorar la “cosecha de mujeres” de los pueblos vecinos y, hecha la selección, simplemente se había robado a la escogida para desposarla. Por lo mismo, el matrimonio no había sido feliz y los dos esposos pronto habían dejado de compartir su vida más allá de seguir durmiendo juntos y criar a su mejor entender a sus hijas. El padre de Melisa después de unos años, contando con la ventaja que le proporcionaba la preparatoria, había sido contratado en la capital del estado Cuernavaca, y, con las dificultades inherentes al traslado simplemente había optado por cambiar de residencia y le puso una tienda a su mujer con cuyas ganancias se mantenía a la familia. Las visitas del padre se hicieron cada vez menos frecuentes hasta que el hombre había desistido venir más que a los compromisos familiares imprescindibles como las graduaciones, los quince años y, más recientemente al bautizo de su primera nieta, hija de la hermana mayor de Melisa.

Melisa no extrañaba a su padre más de lo que se extraña a un pariente lejano y a lo largo de los años había volcado todo su amor a su ya anciana abuela. Por ella se desvivía, la llevaba a la capital del estado a hacer sus compras, a visitar al médico y a confesarse en el convento de las Clarisas una vez a la semana, la acompañaba diariamente a la misa de siete y a los rosarios de los muertos que la abuela seguía supervisando incluso cuando ya estaba confinada a la silla de ruedas los últimos años de su vida. Cuando la abuela murió, habiendo cumplido los ochenta y tantos, el mundo de Melisa se vino abajo, no tenía a quien asirse, a quien pedir consejo, a quien amar, ni nadie que escuchara sus confidencias, y la joven durante un buen tiempo se sintió completamente abandonada y sin la capacidad de dar rumbo alguno a su vida, aún contemplando las pocas opciones reales que se ofrecían en el pueblo. Atendía la tienda de su madre con desgano cuando ésta se ausentaba, iba a la escuela entre nubes sin asimilar realmente lo que se enseñaba y se había sorprendido que aún así sus calificaciones fueran aprobatorias. Por atender tanto a su abuela nunca se había dado el tiempo de hacerse de amigas entre sus compañeras y las chicas de su edad, resentidas por tantos fracasos en las intentonas de hacer amistad con ella, ahora ya no la buscaban y sus intercambios se limitaban a los mínimos necesarios. En suma, Melisa estaba sumida en una grave depresión y quizá la vida hubiera sido sumamente penosa para ella si ese día no se hubiera cruzado Pedro, el hijo del capo maderero, en la salida de la iglesia.

Aunque Melisa sabía quién era Pedro, como todos los habitantes de San Juan lo sabían, por ser el hijo del personaje más importante del pueblo, no lo había visto en varios años ya que el capo había mandado a su hijo a un internado en la capital del estado para que absolviera la escuela en una escuela particular de buen prestigio. Pedro, recién egresado de la preparatoria, tenía planes para continuar estudiando en la Universidad Nacional, pero su padre, preocupado por la continuidad del negocio del control de la tala clandestina, se había negado rotundamente a seguirle financiando estudio alguno, con el argumento de que el hijo, mientras hubiera bosque, tenía más que asegurado el futuro.

Ese día, terminada la misa, Melisa había salido de la iglesia, como siempre, y se había encontrado de frente con Pedro quien estaba sentado, fumando, en una banca del atrio. El joven había llegado a refugiarse a ese sitio porque huyendo de su padre quien había querido que Pedro acompañara y supervisara a un grupo de taladores en uno de los valles más alejados, un viaje que le habría implicado no solo riesgos, por lo inaccesible del terreno y varios días de incomodidades ya que el grupo tenía que pernoctar en el monte durante varias noches hasta que se tuvieran suficientes árboles talados para llenar los camiones que los transportarían a los aserraderos.

Pedro se había levantado temprano y dándole la impresión a su padre de que seguía sus instrucciones, se había encaminado hacia el lugar donde se reuniría el grupo, pero, a medio camino se había desviado hacia la iglesia y llevaba sentado más de una hora en la banca pensando en cómo resolver su situación.

Al ver a Pedro sentado en la banca, Melisa se había sonrojado y tartamudeado un saludo, sabiendo perfectamente bien que el joven rebasaba con creces sus esperanzas de ser un partido para ella. Había por lo menos una treintena de chicas en el pueblo que estaban mejor posicionadas que ella para conquistar y llevarse al muchacho como premio a sus esfuerzos.

Pero Pedro se había quedado flechado. Ese elemento inexplicable que habita en el interior de la gente y que hace que se enamore se había manifestado inexorablemente en el joven y en ese mismo instante supo que se había encontrado a la mujer con la que compartiría el resto de su vida. Haciendo gala de toda la experiencia que le había proporcionado su estancia en el internado donde ya varias muchachas habían sucumbido a sus encantos de forma más o menos pasajera y sin que pasara algo más serio que salir a bailar o a tomar un café con ellas, Pedro había seguido a Melisa hasta la tienda de su madre y comenzó a cortejarla.

La situación inicialmente le había parecido de lo más absurdo a Melisa y a Pedro le había costado mucho trabajo convencerla de que sus intenciones eran de lo más serio, hasta el día en que la había invitado a pasar un día en la capital del estado donde se celebraba una feria anual. La madre de Melisa, especulando con el posible ascenso social en los escalafones del pueblo, encantada había concedido su permiso y hasta le había comprado unos condones a Melisa y susurrándole las instrucciones sobre como usarlos le había dado a entender que no habría regaño alguno si llegara a meter al muchacho en la cama. Ante esta perspectiva Melisa, bien adoctrinada por los curas en años de sermones de misas de siete, se había sentido ofendida no solo en lo más íntimo de su ser, sino también como persona. Habiendo ya crecido su confianza en Pedro le había confesado la situación en la que la había puesto su madre y el muchacho, riéndose de buena gana, había tirado los condones por la ventana del coche que le había regalado su padre con la intensión de mantenerlo en el pueblo.

“Cuando lo hagamos, Melisa, lo haremos sin estos, bien enamorados y bien casados. Eso te lo prometo.”

La estancia en la feria había tenido dos consecuencias. La primera fue que Melisa había aceptado a Pedro formalmente como novio y la segunda, más trascendente para el futuro de San Juan, fue que Melisa había descubierto a las abejas y había tenido la visión que iba a transformar su vida.

continúa con el capítulo siguiente: La herencia

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